Nuestro protagonista ha salido de menera apresurada del campamento rebelde para buscar a Urcos Odan, ya que ha descubierto que este conoce la existencia del navegante, por lo que podría darle algunas respuestas. Máreck se pierde y acaba en el límite de los territorios conocidos.
Ante sus ojos se desvelará un oscuro secreto sobre el mundo en el que se encuentra.
Este es el capítulo 6, El Mundo Perdido:
Máreck caminaba tan rápido que casi corría, a través de un oscuro bosque de colosales coníferas, cuyos troncos alcanzaban el grosor de una edificación grande. Trataba de dirigirse hacia el oeste, en dirección a Dimárail, donde pensaba informarse sobre el paradero del arcicéligo. Su intento de orientarse con la ayuda de las estrellas fracasó a causa de aquellos enormes árboles similares a las secuoyas, que le impedían ver el cielo.
Al cabo de unas horas llegó el amanecer y con él unos escasos rayos de sol pasaron a través de las copas de los árboles, permitiéndole ver el terreno. No sabía dónde estaba, no recordaba haber pasado nunca por aquel bosque. Esperaba que el sol le diera una oportunidad para orientarse mejor.
Tras un enorme árbol divisó lo que parecían los restos de un muro, perteneciente a un imponente edificio en ruinas. Se acercó y observó que aquella parte del bosque estaba plagada de restos de formidables edificaciones, algunas tan titánicas que llegaban a sobrepasar a las gigantescas coníferas. Eran edificaciones que en su origen debieron ser rectas, aunque ahora la mayoría estaban cubiertas de vegetación, corroídas o hechas pedazos. Algunas estaban rotas y partidas como muñones de los que sobresalían estructuras de metal oxidado.
Penetró en aquella ciudad fantasma. Cuando llevaba un tiempo caminando dedujo que aquellas ruinas abarcaban una vasta extensión de bosque, y que debían de ser muy antiguas, por el nivel de deterioro y porque los árboles milenarios habían crecido después de que aquellos edificios cayeran en el abandono y en el olvido.
Lo que le sobrecogió es que aquello no parecía una ciudad de la edad del bronce. Por el contrario, era como una metrópolis del siglo XXI, deshabitada desde hacía milenios. Las implicaciones de aquello le estremecieron, si hubo una civilización capaz de construir aquello, ¿qué había sido de ella?
Buscó algún indicio: el resto de alguna inscripción, o cualquier otra cosa que le diera una pista de aquel remoto y desconocido pasado; pero el tiempo, implacable como siempre, lo había fagocitado casi todo.
Entró en un edificio que parecía haberse conservado algo mejor. El interior debió de haber sido en su momento un inmenso vestíbulo, ahora convertido en una especie de jungla, en la que resonaban sonidos emitidos por pájaros e insectos. Bajó con cuidado por lo que en otra época debió de ser el hueco de un ascensor, hasta un gran sótano, donde ya no crecían plantas porque la oscuridad era casi absoluta.
Fue entonces cuando pisó algo que estaba semienterrado: una especie de losa. No supo muy bien por qué razón, obedeció su impulso de desenterrarla. Después la empujó con todas sus fuerzas hasta levantarla y apoyarla sobre la pared. Limpió con cuidado la capa de tierra, que la cubría por completo, hasta descubrir unos caracteres escritos que, a pesar de ser exóticos en aquel mundo, eran familiares para él:
“NOSCE TE IPSVM”
Era consciente de lo que aquello implicaba: caracteres latinos, caracteres que recordaba de lo que él creía su mundo de origen y que jamás había visto en el que ahora se encontraba, donde la escritura era algo bastante diferente.
Entonces tuvo la terrible visión de que aquel universo podía ser una de tantas posibilidades que el futuro abría al mundo del que creía proceder.
Un fuerte ruido le sobresalto, haciendo que la losa resbalara y se desquebrajara en mil pedazos al golpear el suelo. De las sombras surgió un oso de tamaño descomunal, emitiendo estridentes rugidos. Trató de desenvainar la espada, pero la bestia le dio un zarpazo y lo lanzó al suelo. Cayó de espaldas y el enorme animal se abalanzó sobre él dando dentelladas.
Escuchó un zumbido, luego otro. Pudo ver como dos flechas se clavaban en el dorso del animal, que emitió un amenazador alarido mientras se erguía. Por donde unos minutos antes había entrado Máreck apareció una muchacha armada con un arco. Disparó un par de flechas a la fiera: una le atravesó un ojo y la otra le entró por la boca, que aún tenía abierta en posición de amenaza. La muchacha sacó de sus ropas una daga de bronce y se lanzó contra el maltrecho oso con una furia tan desesperada que, por un momento, Máreck pensó que aquello no era un ser humano, sino algún tipo de demonio, cuyo frenesí por la sangre le impulsaba a la violencia más ciega. El animal, tuerto y muy mal herido, le dio un terrible abrazo mientras ella lo apuñalaba una y otra vez, hasta que cayó inerte en el suelo, donde continuó apuñalándolo con terrible fiereza. Máreck la miraba entre aterrorizado y fascinado: ¿por qué se ensañaba de aquella manera aun cuando la pobre bestia ya no podía hacerle nada?
Cuando cesó de acuchillar al oso miró a Máreck y entonces él la reconoció: su cicatriz en el rostro la hacía difícil de olvidar. Pertenecía al grupo de rebeldes en cuya organización él mismo había tomado parte; además, era una de las que le habían ayudado en la búsqueda de los minerales para la fabricación de las armas.
—¿Estás bien? —preguntó ella mientras respiraba con agitación.
Máreck asintió de forma nerviosa sin quitarle la vista de encima.
Salieron de aquel edificio en ruinas.
—Me llamo Yania de Fasisk.
—Te recuerdo. Agradezco que no hayas dejado al oso desayunar. ¿Qué haces aquí?
—Seguirte —Miró las enormes construcciones en ruinas—. ¿Es esto la ciudad de los gigantes?
—¿La ciudad de los gigantes? —preguntó Máreck confuso.
—Ya sabes, la leyenda de los antiguos habitantes del mundo.
—Nunca lo había oído.
—Cuando vivía en la corte de Banhuirail escuché historias de algunos viajeros que regresaron de tierras desconocidas y que hablaban de bosques y desiertos plagados de gigantescas construcciones abandonadas, tan grandes que no parecen obra de humanos, sino de gigantes. Supongo que se referían a esto.
—Para mí que fueron obra de humanos que se subieron a hombros de gigantes y no supieron mantener el equilibrio.
Yania lo miró como se mira a alguien que ha perdido el juicio.
—¿De verdad que nadie sabe nada de los constructores de estas ciudades? —preguntó Máreck después de una pausa.
—Su existencia se pierde en la noche de los tiempos. Son como las montañas: siempre han estado ahí y nadie recuerda nada de sus constructores, si murieron o si las abandonaron por alguna razón.
Comenzaron a caminar.
—Debes volver al campamento —dijo Máreck.
—No. Tengo un interés personal en que la causa triunfe. Sé que tú eres una pieza clave para que así sea y viendo cómo te has manejado con el oso intuyo que necesitarás mi ayuda.
—Deja lo de la causa en manos de Durne y Córbeck. ¿O es que vas a seguirme cada vez que salga del campamento?
—No soy estúpida. Tu forma de salir del campamento, quiero decir de esa manera y a plena noche, es la de alguien que huye o tiene que apresurarse por alguna razón. Así que dime, ¿por qué has entrado en las tierras desconocidas?
—Tengo que encontrar a Urcos Odan. Me dirigía a la capital más cercana, es decir Dimárail. Si he ido a parar a estas tierras es porque me he desorientado.
Yania comenzó a reír.
—Sabes obrar prodigios, sin embargo, te has perdido, ¡con lo fácil que era el camino!
Máreck hizo un gesto de resignación.
—¿Para qué quieres ver al Arcicéligo? —preguntó Yania—. ¿No es eso meterse en la boca del lobo?
—Es complicado de contar.
—Inténtalo.
—No puedo, aunque es importante para la causa. Tendrás que confiar en mí.
Yania lo miró durante unos segundos, luego dijo:
—Muy bien, pero sigo pensando que debo acompañarte. Si es importante te ayudaré en lo que pueda.
—Será peligroso.
Yania hizo un sonido de aprobación que sonó un tanto malévolo mientras miraba a Máreck con una siniestra sonrisa.
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