Al principio pensé que esta luz roja que lo envuelve todo me volvería loca, pero creo que al fin mis ojos se están acostumbrando.
Suerte que al menos no estoy sola.
No parece que haya más seres humanos que él y yo, y él ya sabe lo que pasó. Aun así, en el remoto caso de que esto llegue a otras manos, me presentaré:
Me llamo Silvia, y hasta hace poco era una tía muy normal, con problemas que ahora recuerdo con nostalgia. No se puede decir que fuera muy fuerte, de hecho era más bien menudita y de aspecto frágil, y digo «era», porque poco me parezco a lo que era, aunque suene a juego de palabras.
Recuerdo el día en que todo ocurrió como si hubieran pasado años, aunque quizás solo hayan transcurrido unas semanas, o puede que unos meses.
Las noticias que daban por televisión hablaban, desde hacía varios días, de misteriosos objetos volantes no tripulados que se estrellaban. Incluso alguien grabó con la cámara de su teléfono cómo una extraña sonda en llamas se posaba en mitad de la calle y estallaba. No sé a ciencia cierta si esto tiene que ver con todo lo que me ocurrió después. Es probable que sí, porque sin duda algo muy raro e inusual estaba pasando en mi mundo.
La mañana de aquel día yo caminaba por las ruidosas calles de mi ciudad. Recuerdo que mi mente divagaba sobre el sentido de nuestra civilización: la jaula que el ser humano había diseñado para sí, que muchas veces ofrecía su cara atractiva e irreal para hacer olvidar la parte más podrida. No es que yo tuviera una posición ideológica definida, o demasiado radical, sobre estos temas, sencillamente ese día me desperté algo cabreada y lo veía todo negro.
Me paré a mirar el escaparate de una tienda de electrodomésticos y pensé en cómo nos confundían con toda aquella maraña de información, deformada de forma sutil, y a veces no tan sutil.
Ningún pez ve al agua en el que está metido, eso pensaba yo que le pasaba a la humanidad. Estábamos sumidos en problemas artificiales que nosotros mismos habíamos provocado y para los que nadie veía una salida. ¿Por qué nos hacían creer que la realidad era la política o la economía en sí mismas, la primera como máscara de la segunda?
¡Realidad!… ¿Qué somos en realidad? Sin duda un puñado de primates dementes y cegados a causa de nuestra limitada percepción del mundo y de nosotros mismos. Creamos una complicada sociedad y usamos una sofisticada tecnología, basada en una ciencia que nos ha ayudado a salir de las tinieblas, pero que muy pocos se esfuerzan en comprender. Y claro, a pesar de nuestro progreso tecnológico, seguimos dando rienda suelta a nuestros instintos más primitivos, usando la violencia contra nuestros semejantes.
Fabricamos nuestra propia naturaleza y nos olvidamos de nuestra verdadera realidad y de nuestro lugar en el Cosmos. Habíamos tejido una compleja tela de araña de mentiras en la que habíamos quedado atrapados nosotros mismos. De manera fugaz fantaseé con la posibilidad de que el mundo empezara de nuevo. ¡Ah, si alguna vez eso dependiera de mí! Pero mis volátiles pensamientos no tardaron en regresar a la realidad.
Sentí una punzada de tristeza al recordar a mis padres, desaparecidos en un accidente, hacía ya más de cuatro años. No había tenido ninguna otra familia: ni hermanos ni tíos, ni tan siquiera llegué a conocer a mis abuelos. Después del accidente abandoné mis estudios de ingeniería, a pesar de que casi tenía el título en mis manos, y en cuanto pude, dejé atrás la ciudad en la que había vivido toda mi vida, puesto que nada me ataba a ella.
Con algunos ahorros me instalé en un piso que pude alquilar, en una agobiante urbe, muy lejos de mi vida anterior, puesto que por entonces mi mayor deseo era dejar muy atrás el pasado.
Después de una ardua búsqueda encontré un empleo, en un pequeño supermercado, haciendo recados y reponiendo los huecos que iban quedando en los estantes. Allí fue donde vi por primera vez a Gael, hacia el que sentí una atracción brutal, cosa que por otro lado no era nada anormal, tratándose como se trataba de un tío espectacular.
Durante un tiempo descarté la idea de acercarme, ya que observé que una chica lo esperaba todos los días a la hora de salir, aunque por entonces llevaba un par de semanas durante las cuales esta no había acudido, lo que me hizo albergar algunas esperanzas.
Fue una puñetera casualidad que justo aquel día me decidiera a dar el paso, pero así ocurrió.
Las diez horas de jornada laboral se hicieron interminables, aunque como alguien dijo, todo pasa y todo llega. Y cuando llegó la hora, él salió unos segundos antes que yo y comenzó a caminar. No tardé en alcanzarlo.
—Gael, ¿te importa que te acompañe?
—Claro que no —contestó sin levantar la mirada y sin abandonar la actitud taciturna que yo había notado en él durante los últimos días.
Era una noche de verano calurosa y despejada, con una luna enturbiada por las luces y gases que envolvían a la ciudad. Ni en mis fantasías más oscuras y locas se me había ocurrido que llegaría el día en que echaría de menos a nuestro ancestral satélite. Tan familiar era que casi nunca reparaba en él.
Intenté que mi mente funcionara para que fluyeran las palabras apropiadas, en cambio, lo único que se me ocurrió fue:
—¿Vives muy lejos?
—No, apenas a una manzana de aquí, ¿y tú?
—Apenas a tres barrios de aquí, aunque siempre voy y vengo andando. De momento estoy ahorrando para dar una buena entrada para un coche.
—Yo me quedo aquí —dijo señalando el acceso a un portal.
—Podríamos despedirnos hasta mañana... o podríamos tomar unas cañas. Verás, conozco un sitio que no está muy lejos de aquí y que no está nada mal.
Reaccionó como si lo sacaran de forma violenta de un trance, como si acabara de despertar. Durante unos instantes me miró calibrando la situación, o al menos eso me pareció. Entonces dijo:
—Bien, ¿por qué no?
Digamos que uno de los momentos más desconcertantes de mi vida llegó cuando él apenas había terminado de pronunciar aquello. Sucedió que todo se iluminó hasta el punto de cegarnos y, antes de que nos diéramos cuenta, un enorme objeto incandescente se estrelló a unas decenas de metros de donde nos encontrábamos, lanzándonos por el aire como a plumas arrastradas por un huracán.
El estruendo fue tan brutal que me dejó los oídos inutilizados durante unos minutos, tan sólo escuchaba un agudo pitido.
Los edificios de los alrededores temblaron, hasta el punto de que partes de algunos de ellos que se desplomaron.
Mi primer pensamiento, cuando me vi allí tumbada y dolorida, fue que había sido testigo de un ataque terrorista o algo parecido.
Fuera lo que fuese aquello sin duda había caído del cielo.
Me incorporé muy despacio, miré hacia el lugar en que suponía que había impactado aquella cosa y, no sé por qué, vi lo que vi. Puede que el golpe en la cabeza me trastornara, claro que con todo lo que vino después... ¿Cómo lo explicaría?... dudo de todo, pero por otra parte, no me atrevo a dudar de nada.
Allí mismo había algo similar a un espejo, aunque mi primera impresión fue la de que se trataba de una enorme esfera de metal líquido.
Si me preguntaran ahora por qué hice lo que hice no sabría qué responder. Ignoro si fue el estado de shock en el que me hallaba en ese momento, o si algún tipo de fuerza desconocida me impulsó a hacer aquella estupidez. El hecho es que caminé aproximándome a aquel objeto que, por extraño que parezca, no irradiaba calor alguno a pesar del impacto.
Cuando estaba a menos de un metro de aquello, me quedé mirando mi propia imagen, aunque no tardé en reparar en que aquel reflejo no era el mío, sino el de una chica de pelo cobrizo que, además de tener un cuerpo atlético, era mucho más alta que yo. Para más inri, aquel insólito reflejo se constituía de una luz misteriosamente rojiza. Fue en ese instante cuando tuve una especie de déjà vu: la remota impresión de que yo había sido aquella mujer en algún sueño olvidado y de que, aunque yo no era más que un sueño para ella, ambas éramos la misma conciencia. ¿Soñaba yo que era ella o acaso era ella la que soñaba que era yo? Casi de forma instintiva acerqué mi mano y toqué aquel objeto.
Y fue en ese preciso instante, en el que mis dedos rozaron aquella aberración de la realidad, cuando tuve la impresión de ser absorbida, de que el mundo se invertía como si yo me convirtiera en el reflejo y el reflejo en mí. Terribles dolores se extendían por todo mi cuerpo y se hacían cada vez más insoportables. Pude sentir como cada parte de mi organismo se estiraba y crecía… tuve la terrible impresión de que todos mis músculos se movían de sitio, y llegué a creer que aquel dolor me volvería loca. Por fortuna, al final cesó.
Cuando me erguí todo estaba bañado por una crepuscular luz escarlata. Sé que sonará a locura, pero noté que era más alta y, al mirarme, comprobé que mi cuerpo tenía un aspecto diferente, y que mi ropa estaba hecha jirones.
Aunque el cambio no había quedado ahí, me toqué la cara de manera instintiva e intuí lo que más tarde comprobé: que mi rostro ya no era el mismo; sin embargo, mi reflejo ahora parecía ser el de siempre, el que llevaba viendo toda mi vida en los espejos.
Aparte de mi inexplicable transformación, de la destrucción provocada por el impacto y de aquel misterioso color en la luz, el mundo era el mismo de siempre; al menos así me pareció en aquel momento, en el que mi idea sobre lo que había ocurrido se limitaba a la convicción de que habíamos sido víctimas de algún tipo de arma y de que yo me encontraba inmersa en una delirante alucinación.
Me dirigí hacia el lugar donde había dejado a Gael, para ver si estaba herido o algo peor. Por un momento me sentí aliviada cuando lo vi erguirse, pero enseguida me percaté de que lo que mis ojos contemplaban era su reflejo en el misterioso objeto caído del cielo.
Me di la vuelta hacia donde supuse que él estaría, pero lo que vi sacudió mi mente como si en ese momento alguien me hubiera golpeado con un martillo en la frente: En el lugar, donde se supone que debería haber estado Gael, había un monstruo de piel verdosa, que me miraba con unos ojos cuyas pupilas se dilataban como los de un gato o los de una serpiente venenosa; además, era inevitable reparar en los dos largos colmillos que salían de su boca.
El cráneo de la criatura era lampiño, sus orejas puntiagudas como las de los elfos de las historias de fantasía; sus pies estaban armados con garras muy afiladas, que le conferían el aspecto de una espeluznante ave rapaz; los dedos de sus manos se habían alargado más de un metro cada uno, conectándose entre ellos a través de una fina membrana, por lo que al extenderlos mostró algo muy similar a las alas de un murciélago; sobre su trasero había crecido una larga cola de réptil.
No me había recuperado de la conmoción, cuando la mirada de la criatura se posó sobre mí durante unos interminables segundos, hasta que mostró sus afilados dientes emitiendo algo parecido a un rugido, al tiempo que agitaba las alas.
A pesar del terror que en un principio me inspiró aquel engendro, razoné que si yo, habiéndome transmutado en mi reflejo sobre el misterioso objeto, conservaba uso de razón, si aquello era Gael quizás también lo tendría; de modo que reuní ánimos para dirigirme a la bestia:
—¿Gael? —pregunté con timidez.
Aquel ser empezó a dar gritos, que no se podían clasificar como humanos. No tardó en elevarse agitando sus alas para a continuación atacarme: me pilló desprevenida y consiguió clavarme en los hombros las enormes garras de sus pies; pero me aferré a ellos y di tal tirón que lo derribé y lo lancé contra el suelo. Cuando la criatura trataba de levantarse le encajé tal puñetazo en la cabeza que se desplomó inerte.
Me sentí horrorizada de mí misma, no solo por comprobar que se había multiplicado mi fuerza física, sino por la forma tan rápida y violenta en que había reaccionado. ¿Era aquel Gael? ¿Y si no era él, por qué sí lo era su reflejo? ¿Lo había matado? Puede que todo tuviera que ver con que yo había tocado aquel objeto y él no.
Miré a mi alrededor comprobando que no había ni un solo coche en marcha: todos estaban volcados, incrustados a algo o envueltos en llamas. Por la ventanilla de uno verde oscuro, que estaba subido en la acera, asomó una gran cabeza de rata que miró en todas direcciones hasta que detuvo su mirada sobre mí, salió del vehículo arrancando la puerta y llevándosela a modo de collar. Su cuerpo era como el de un ser humano, aunque agigantado, robusto, peludo y con una larga cola anillada.
Otros seres surgieron de diferentes lugares: uno de ellos lucía dos cuernos colosales y cuatro enormes colmillos, similares a los de los jabalíes; otro parecía un felino que quintuplicaba el tamaño de cualquier ser humano; al igual que otro ser, con una forma que en parte recordaba a un simio. La ciudad parecía celebrar un carnaval apocalíptico.
Corrí aterrorizada por las calles, lo más rápido que pude, encontrando siempre lo mismo: criaturas de pesadilla que no solo habían perdido su forma humana, sino su empatía y su capacidad de razonar.
Me detuve desesperada y agotada, desplomándome en el suelo de un callejón. Miré al cielo y me asombró un espectáculo que yo conocía por fotografías y documentales: algo que solo era comparable a una aurora polar cubría todo el firmamento.
Todo estaba iluminado por una luz rojiza que parecía proceder del oeste. Caí en la cuenta de que aquella luz crepuscular que seguía bañándolo todo tampoco era nada normal, puesto que debían ser alrededor de las once de la noche.
Me sentí desamparada, tremendamente sola y abatida. Me cubrí el rostro con las manos y me quedé allí durante un buen rato.
¿Qué estaba pasando? ¿Me estaba volviendo loca o era la realidad la que había enloquecido? ¿Acaso era aquello la muerte: la soledad en un eterno mundo de pesadilla?
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