viernes, 9 de abril de 2021

Relato: Hija del Caos

Hija del Caos

     ¿Cuánto tiempo llevaba atrapado en el fondo de aquel pozo oscuro? La única luz que recibía procedía de una única abertura, que parecía estar una altura tal que solo podía percibirla como un minúsculo y grisáceo círculo de luz.

    Había intentando trepar, asiéndose a los fríos y escasos salientes de las paredes rocosas. Demasiado resbaladizas a causa de la capa de algas y moho que las cubría.

    «Al menos tengo agua» había pensado al principio, cuando observó que el nivel de esta apenas le llegaba a la rodilla. Pero aquellas aguas tenían algo siniestro, algo que engañaba a sus sentidos: cuando bebía de ellas se apoderaba de él una inaudita sensación de bienestar, el pozo parecía volverse amable y disminuir su profundidad hasta el punto de hacerle sentir que podía salir del abismo y que el borde estaba allí mismo, a su alcance. Pero cuando alzaba las manos el circulo de luz se hacía más pequeño, como si el pozo se tornara más profundo, y el agua que acababa de beber se volvía amarga y se convertía en una especie de ceniza que la mayoría de las veces lo hacía vomitar.

    La luz entonces era algo inalcanzable, no había esperanza ni salida.

    Al principio había gritado pidiendo ayuda, pero aquel pozo se encontraba en una isla tan remota como inexplorada. Nadie se aventuraba por aquellas aguas. Los navegantes contaban leyendas en las que aquellas islas habían sido habitadas por una civilización muy antigua que había sido borrada de la existencia. Ahora, decían las leyendas, los únicos moradores de aquellas tierras eran criaturas primigenias, que habían estado allí desde tiempos muy anteriores a cualquier civilización humana y que eran maldecidas y temidas por los propios dioses.

    No sabía cuántos años le había llevado su búsqueda, ni en qué momento de su vida comenzó. Su infancia había transcurrido en una aldea donde con los años se había convertido en un guerrero, su cometido era proteger al poblado de las numerosas amenazas externas. Pero un día fueron atacados por un clan de hombres salvajes que mataron a casi toda la aldea. Él fue malherido y capturado como prisionero. Lo curaron con la intención de convertirlo en esclavo. Mientras sus heridas se transformaban en cicatrices sufrió una profunda sensación de fracaso; no obstante, en cuanto se recuperó, su frustración mutó en una profunda rabia que le llevó a matar a todos los del clan agresor que se cruzaron en su camino. Escapó, portando como único equipaje unas rudimentarias armas de cobre que había arrebatado a sus captores.

    Durante los siguientes años su tortuoso camino le llevó a conocer millares de poblados y numerosas ciudades e imperios, para los que había servido en ocasiones como mercenario. Después de varias décadas cambió su oficio por el de marino, lo que le permitió descubrir lugares exóticos y pueblos desconocidos.

    En algunos de sus viajes conoció a grandes sabios y aprendió de ellos todo lo que pudo, incluso a leer, algo que solo estaba al alcance de una minoría privilegiada. Años después había absorbido casi todo el saber que se había escrito y había encontrado pistas que podían llevarle a un conocimiento arcano que hundía sus raíces en la noche de los tiempos. Así, todos aquellos indicios le condujeron hasta las aguas de un océano inexplorado.

    Pasaron numerosos días en los que el único paisaje era un horizonte azul e imperturbable. No tardó en llegar el frío, un frío que hizo que las reservas de agua se congelaran y que la superficie del mar se empezara a endurecer, obligándolo a encontrar un camino dentro de un laberinto de canales que discurrían entre inmensos bloques de hielo.

    Llegó el día en que el agua potable escaseó, por lo que estuvo a punto de iniciar el regreso. Fue entonces cuando vio algo en el horizonte: una inmensa torre blanca que se elevaba majestuosa en el sur.

    Dirigió la embarcación en aquella dirección. No tardó en aparecer ante sus ojos una peculiar costa: un lugar rocoso que misteriosamente no estaba cubierto por hielo y cuya superficie desde lejos recordaba a una gigantesca nuez pelada. Trató de navegar siguiendo la línea de costa, con intención de hallar un lugar en el que atracar.

    De pronto un hermoso e irresistible canto le había atraído hacia las rocas, haciendo que se estrellase contra estas y, sin saber cómo, despertó en el fondo de aquel pozo.

    ¿Cómo había ido a parar allí? ¿Por qué continuaba con vida? ¿Por qué a pesar del hambre y la sed no moría? ¿Acaso ya había muerto o es que había transcurrido menos tiempo del que él creía?

    Caminó pesadamente hacia donde supuso que encontraría alguna de las paredes. Cada paso resultaba más difícil y pesado debido a que el suelo parecía querer absorberle los pies. Al final no solo fue incapaz de levantarlos, sino que notó como poco a poco aquel fango se lo estaba tragando. Podía sentir cómo le alcanzaba la cintura y poco después el cuello.

    Se asfixiaba, mientras trataba infructuosamente de salir de aquel foso. Notó como una corriente fría y viscosa le absorbía y le arrastraba, ya no podía respirar. De manera paulatina y casi imperceptible su consciencia se desvaneció.

    Despertó en la orilla de un lago, dentro de lo que parecía una gran caverna, iluminado por criaturas resplandecientes y pequeñas que nadaban cerca de la superficie.

    Tosió, expulsando el agua que se había colado en sus pulmones. Se arrastró pesadamente hasta que logró ponerse en pie. Todas las paredes de la caverna estaban cubiertas de unas misteriosas setas que emitían una luz verdosa y fantasmal, lo que le permitió ver la inmensa bóveda que se elevaba sobre su cabeza. Parecía llover, pero en realidad se trataba del agua que se filtraba desde arriba, y que se acumulaba en aquel inmenso lago subterráneo.

    En la orilla en la que se encontraba desembocaba una corriente de agua que brotaba de una cavidad que, al menos en apariencia, era la salida de aquella inmensa cámara. Pasar a través de ella parecía la única posibilidad de encontrar un camino al exterior.

    Entró en el riachuelo y caminó a contracorriente hasta atravesar la abertura. La corriente era fuerte, pero no lo suficiente como para poder con él. A pesar de todo, notó como aquellas aguas tenían algún tipo de ponzoña que le estaba empezando a afectar. Una inmensa tristeza se abría camino, apoderándose de su interior.

    Oscuros pensamientos se adueñaron de su alma, un sentimiento de que todo era inútil, de que el sufrimiento y la muerte eran cosas que tarde o temprano alcanzaban a todos los mortales. ¿Por qué esforzarse entonces en salir de aquel lugar? ¿Para qué ese empeño en retrasar lo inevitable? Había desperdiciado toda su vida en cosas fútiles, por alguna razón sentía que había defraudado a todos los que alguna vez se habían acercado a él.

    La corriente empezó a arrastrarlo, porque era lo más fácil: dejarse llevar hasta el inevitable desastre.

    Nada importaba.

    Cuando el agua entró por su boca notó un sabor entre salobre y amargo, como si aquello fuera un río de lágrimas, una corriente de tristeza. ¿Y si estaba siendo envenenado por aquellas aguas? Aunque aquello tampoco le importaba, desde lo más profundo de su ser algo le susurraba que debía sobreponerse y buscar en su interior la fuerza para enfrentarse a aquella tristeza insoportable, o al menos encontrar alguna manera de ignorarla.

    Recordó las técnicas de autocontrol que había aprendido a lo largo de sus años de búsqueda. Se centró en su respiración y dejó que todas aquellas ideas lúgubres pasaran frente a él, sin prestarles atención. Se figuró que su mente era como un arroyo por el que fluían pensamientos, y sobre el que flotaban residuos que simplemente pasarían arrastrados por la corriente: si trataba de agarrarlos se contaminaría, pero si los dejaba la propia corriente los alejaría de él.

    Comenzó a luchar. En lo que para él fue un esfuerzo sobrehumano consiguió moverse a contracorriente, llegar a la orilla y salir arrastrándose de aquel río maldito.

    ¿Qué había pasado? Ahora lo veía todo de otra manera. Por suerte había conseguido atravesar la abertura y penetrar en otra caverna, en la que se atisbaba un camino que se alejaba de aquellas aguas.

    Después de tomar aliento contempló la nueva cámara en la que ahora se hallaba: el río la atravesaba de manera que una de las orillas rozaba directamente la pared, mientras que la otra orilla, en la que él se encontraba y que apenas era cubierta por el agua, daba a un lateral de la caverna en la que había cuatro grandes orificios.

    Se acercó a varias de aquellas entradas y, antes de decidir por cuál seguir, trató de determinar si por ellas había algún flujo de aire, aunque no notó nada.

    De pronto, escuchó lo que parecía ser el eco lejano de una voz femenina.

    —¿Hay alguien? —gritó.

    Pero no solo no hubo respuesta, sino que el silencio se hizo absoluto. Entró en la cavidad de la que supuso que procedía aquella voz.

    Afortunadamente los hongos seguían cubriendo todas las paredes, permitiéndole ver todo el pasaje; y aunque el túnel se iba estrechando seguía siendo lo suficientemente amplio como para permitirle avanzar.

    Llegó a una cámara en la que encontró unos extraños grabados, tuvo una curiosa sensación, como de saber que se trataba de escritura porque intuía que aquello estaba en su propia lengua materna, pero era incapaz de leerlo. De pronto fue consciente de que se había olvidado de cómo se leía. Quizás se tratara de aquellos extraños hongos luminosos que cubrían todas las paredes y que daban al lugar un olor agradable y dulzón, o quizás se todo se debiera al efecto que había causado en su alma el río de la tristeza. En cualquier caso sentía cómo su mente se estaba disgregando poco a poco, hasta el punto de ser capaz de reconocer las palabras escritas, pero al mismo tiempo ser incapaz de entender su significado.

    Algo arremetió contra él emitiendo unos terribles alaridos, consiguió repeler el ataque y apartarse de su agresor, lo que le permitió examinarlo de forma breve: se trataba de un hombre armado con una daga de cobre, que vestía unas sucias pieles que apenas podían identificarse como ropajes y que cubría su rostro con una máscara fabricada con la quijada de un oso. Reconoció aquella indumentaria: era la de los hombres salvajes que habían destruido su aldea.

    Se lanzó contra él y ambos lucharon durante un tiempo que se le antojó eterno. Afortunadamente aquel tipo no era especialmente hábil, por lo que al final logró golpearle la máscara con la daga; fue al desprenderse parte de esta cuando pudo ver su cara: sin duda aquel era su propio rostro, pero surcado por innumerables arrugas y cubierto por una barba gris. Quedó tan turbado por aquella visión que no notó como aquel individuo se liberaba y conseguía huir, no sin antes gritarle: «¡Pobre idiota!». A continuación se esfumó tan rápido como había aparecido.

    Consideró perseguirlo para interrogarlo y así desentrañar semejante misterio, pero no sabía de dónde había venido ni por dónde se había marchado.

    Sus pensamientos fueron interrumpidos cuando volvió a llegarle desde una de las salidas la misma voz femenina que había escuchado poco después de salir del riachuelo, aunque ahora no cabía la menor duda de que procedía de algún punto más cercano.

    Prosiguió su camino, siguiendo la dirección de la que parecía proceder la enigmática voz, dejando atrás aquella cámara. La nueva gruta se estrechaba tanto que pensó que moriría allí atascado, pero al final logró atravesarla. El pasaje desembocaba en una caverna gigantesca.

    Aquel lugar era tan inmenso que al alzar la mirada podían contemplarse algunas nubes circulando bajo la gran bóveda. En la parte más alta de una pared muy lejana caía una colosal catarata, a los lados de la cual se repartían unas hermosas construcciones colgantes. Los edificios continuaban hasta el suelo, la vista de estos se perdía tras los tejados de los más cercanos, que llegaban hasta donde él estaba: Aquello era una fabulosa urbe construida en las entrañas de la Tierra.

    El alumbrado de la ciudad consistía en un sistema de surcos dentro de los cuales crecían las setas luminiscentes. Sus habitantes deambulaban por todas partes y, a juzgar por sus ropas y por cómo estaban adornadas las calles, debían estar de fiesta.

    Comenzó a caminar y, a pesar de su aspecto sucio y sus ropas rotas, nadie le prestó atención. Primero pensó que lo estaban ignorando, pero después de ponerse frente a algún que otro viandante descubrió que en realidad eran incapaces de verlo.

    Deambuló hasta una gran plaza en cuyo lateral había un templo sostenido con unas titánicas columnas, sin embargo, lo más asombroso era la descomunal estatua que se levantaba a la entrada del santuario: Sin duda se trataba de la diosa en honor a la cual habían erigido tal edificación.

    Pero había algo muy inquietante en aquella efigie: cuando la contempló le resultó tan hermosa que a sus ojos dejó de parecer una estatua para convertirse en la diosa a la que estaba representando.

    ¿Era una diosa de la sabiduría para aquellas gentes? ¿Podría darle las respuestas que había venido a buscar?

    Lo cierto es que aquella fascinación estaba empezando a atraparle de una manera que se salía de lo común: algo le estaba oprimiendo el pecho y una sensación irresistible e incontrolable comenzaba a crecer en su interior. ¿Qué clase de hechizo era este? ¿Cómo podía estar enamorándose de la representación de una diosa desconocida?

    Aquello ya no era una estatua: la diosa movió la cabeza y clavó su mirada directamente en él, mientras toda aquella multitud parecía ignorar algo tan insólito como que uno de sus ídolos cobrara vida, ¿o es que acaso no podían ver lo mismo que él?

    La diosa esbozó una enigmática sonrisa. Él cayó de rodillas completamente fascinado, mientras una parte de su propio ser trataba de resistirse.

    De nuevo aquel lugar maldito intentaba destruirlo con un sentimiento que no podía controlar, y de nuevo trató de imaginar el fluir de sus pensamientos como un río cuya corriente debía dejar pasar, pero esta vez no funcionó. Su mirada fue atrapada por la de la diosa, deseaba pasar la eternidad contemplándola, a pesar de que su simple visión era tan irresistible que deseaba apartar la mirada.

    —¡Dime tu nombre! —consiguió decir después de un gran esfuerzo.

    Sin saber como, la figura de la diosa se materializó frente a él.

    El adepto estaba fascinado. Ya no podía apartar ni un solo instante la vista de los ojos ella. No tardó en comprender que su búsqueda había concluido: el mayor secreto empezaba y terminaba en aquellos profundos pozos.

    —Sí, has encontrado lo que buscabas, pero no puede ser tuyo. Sigue mirando y verás la realidad. Entonces acabarás arrastrado por el caos —dijo ella con tristeza.

    La atracción era demasiado fuerte, y le estaba dando un conocimiento profundo que a la vez creaba una contradicción que le desgarraba hasta lo más recóndito de su ser. Después de sostener la mirada a la diosa logró articular:

    —Estoy viendo motas de polvo flotando en un océano tumultuoso… ¡son nuestras vidas! Nos engañamos a nosotros mismos haciéndonos creer que podemos elegir, que somos dueños de nuestra mente. La realidad es que somos esclavos de sentimientos, pensamientos y deseos que se burlan de nuestro delirio de libre albedrío.

    Unos tentáculos inexistentes abrazaron al adepto. Sabía que lo mejor era escapar, pero su propia voluntad se había fragmentado, impidiéndole tomar una decisión. Una extraña paz comenzó a adueñarse de su mente mientras continuaba hablando:

    —Quería encontrar la finalidad de todo esto. Necesitaba saber qué es lo que se esconde bajo toda esta superficie de percepciones y sensaciones —continuó mientras su propia voluntad se desintegraba—. Pero la respuesta es descorazonadora: el caos. La existencia es un caos infinito del que emergen todos los mundos y locuras posibles e imposibles, del caos surgen todas las conciencias, en el caos y en la locura quedan atrapadas, una y otra vez, repitiendo infinidad de historias con todas sus variantes.

    Por un momento logró apartar la mirada y observar lo que había a su alrededor. La ciudad seguía allí, pero los edificios antes iluminados y hermosos ya solo eran tenebrosas ruinas, mientras que sus habitantes eran millares de cráneos y huesos, inertes y esparcidos entre los escombros. Era como si en un instante hubieran pasado millares de años por encima de ellos. En realidad aquella ciudad siempre había sido así, porque incluso lo más hermoso se volvía lúgubre después de haber contemplado aquellos ojos. De nuevo dirigió su mirada hacia ella.

    Ya no podía resistir más, los tentáculos invisibles lo atrapaban y asfixiaban, y sin embargo deseaba sentir aquello y a la vez huir. A pesar de todo, ¡seguía tan lejos de ella! Alzó su mano tratando de rozarla, de alcanzar lo imposible.

    Contemplar los ojos de la hija del caos era enfrentarse directamente al peor de los abismos: al de su torbellino interior. Los tentáculos le oprimieron aún más.

    Ya era inevitable caer en la autodestrucción: ¡se había enamorado de la hija del caos! Sabía que aquello no podía ser, nunca debería haber sido así; por eso luchó por ocultar sus sentimientos en un desesperado intento de escapar, los enmascaró y trató de destruirlos, pero al final su caos interior lo terminó consumiendo.

    La hija del caos sonrió con tristeza y absorbió la vida del adepto.

    Él asumió el caos.

    Se fundió con la eternidad.

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