En
los últimos tiempos estamos asistiendo a un auge de la inteligencia
artificial, la cual entra cada vez más en nuestro mundo
cotidiano, algo que sin duda irá a más en los próximos
años.
La
programación clásica que llevamos usando durante décadas se basa
en operaciones matemáticas y lógicas puras, además de capacidad de
almacenamiento de información, cosas en las que incluso nuestras
máquinas más primitivas siempre nos han ganado. En cambio, cuando hablamos de inteligencia artificial nos movemos en un terreno
que hasta ahora era exclusivo del ser humano: las cuestiones
relativas al aprendizaje y al reconocimiento de patrones.
Las
redes neuronales artificiales permiten emular hasta cierto punto el
comportamiento de las neuronas biológicas, conectándose unas con
otras en una estructura de capas y reajustando ciertos parámetros
para permitir que la red aprenda, por sí sola o con ayuda, a hacer
determinadas cosas, tratando la información de maneras similares a
como lo hacen los cerebros biológicos. Aunque dichas neuronas están
programadas de forma “clásica” cuando las ponemos en marcha nos permiten generar un comportamiento complejo que va más allá de
la planificación con algoritmos; en otras palabras, hay una serie de
propiedades emergentes, no programadas directamente, que aunque
puedan ser más o menos predecibles nos llevan unos pasos más allá
de lo que nos ha permitido la programación clásica.
Las
redes neuronales artificiales no son algo nuevo, puesto que los primeros modelos fueron creados en los años 40 del pasado siglo XX. Sin
embargo, aumentar el número de neuronas de una simulación exige un
cálculo constante para recalibrar las conexiones de cada una de estas, lo cual requiere una capacidad de cálculo que se
incrementa exponencialmente conforme se aumenta el número de
neuronas. Esto ha hecho que tengamos que esperar décadas, hasta
tener máquinas lo suficientemente potentes como para simular redes
funcionales y dinámicas.
Aunque
las redes neuronales actuales pueden aprender a reconocer patrones y llevar a cabo mejor que los humanos funciones muy concretas, en la actualidad
tienen importantes limitaciones: para empezar, una red puede aprender
muy bien a hacer determinadas cosas, como reconocer rostros; sin
embargo, si la misma red es entrenada posteriormente para otra
función, por ejemplo jugar al ajedrez, olvidará todo lo aprendido y
perderá su capacidad de reconocer rostros.
En la actualidad las redes
aún están muy lejos de acercarse a la plena funcionalidad del
cerebro humano, aunque es posible que conforme avance la potencia de
cálculo de las computadoras se pueda emular algo similar a un
cerebro artificial. Es muy probable que la base computacional de dicho
cerebro consista en coordinar infinidad de redes neuronales,
combinándolas con bases de datos tradicionales que permitan
conmutar las distintas aptitudes aprendidas.
Pero
si llegado el momento esto sucede, ¿llegarán estas máquinas a ser conscientes? Esto nos lleva a preguntarnos: ¿En qué radica la
conciencia? ¿Podrán los cerebros artificiales ayudarnos a responder
esta pregunta?
Si
la conciencia es una propiedad que emerge de la propia complejidad
del cerebro, es decir, de la “autoorganización” de la materia a
través de un largo proceso evolutivo que la lleva a autodescubrirse, entonces la conciencia emergerá por sí misma de las
mentes artificiales en cuanto estas lleguen a cierto nivel de
complejidad.
Por
otro lado hay quien piensa que la conciencia es lo único que
verdaderamente existe, siendo el mundo que percibimos un mero reflejo
de un mundo real que no podemos llegar a conocer (volvemos al mito de la caverna de Platón). Según esto la conciencia existe por sí misma, pero
necesita de un cerebro para interactuar con el mundo “real”. Es una idea interesante, pero no nos sirve para arrojar luz sobre la cuestión de si un cerebro artificial podría
llegar a poseerla.
Otro asunto es el miedo que suscita el avance de la inteligencia
artificial. Existen infinidad de novelas, películas y videojuegos en
los que las máquinas, una vez que toman conciencia, deciden acabar
con sus creadores humanos. ¿Hasta que punto podría darse semejante
escenario en un futuro posible?
Bajo
mi punto de vista es algo poco probable: el cerebro humano se ha
conformado después de millones de años de evolución en los que los
instintos de conservación y reproducción han sido el eje central.
Aunque por supuesto de todo eso surge toda una complejidad que va más
allá, nuestro origen biológico y larga trayectoria evolutiva nos hace ser instintivamente peligrosos y agresivos en determinadas situaciones.
Los
cerebros artificiales, en cambio, serían creados y entrenados para
diferentes funciones que nada tendrían que ver con autoconservación
y reproducción. Bajo este punto de vista, el verdadero peligro de la
inteligencia artificial sería el mal uso de esta por parte del ser
humano, por ejemplo, para aplicaciones bélicas. Una inteligencia
artificial dentro de un misil, entrenada para guiar a este hacia su
objetivo, no tendría reparos en autoaniquilarse impactando contra su
objetivo si ha sido entrenada para ello, ya que este “instinto”
sería tan fuerte como el de autoconservación en los cerebros
biológicos.
Como
ya he dicho, en la actualidad estamos muy lejos de emular algo que se
acerque al cerebro humano, aunque en un futuro, si continúa aumentando
la capacidad computacional, podría darse el caso de que los cerebros
artificiales nos alcanzasen e incluso nos superasen, dejando al ser
humano obsoleto. Podemos especular con una sociedad robotizada en la
que los seres humanos sean la reliquia de un mundo en extinción, o
por el contrario con una sociedad en la que, tal y como pretende el
movimiento transhumanista, nos vayamos fusionando poco a poco con las
máquinas hasta llevar la evolución de nuestra especie un paso más
allá.
Dejando
aparte prótesis y órganos artificiales, que también podrían estar
dotados de cierta inteligencia para mejorar su eficiencia, en un
futuro se podrían implantar en el sistema nervioso central
microcomputadoras que emularan numerosas redes
neuronales. Se conectarían al cerebro biológico corrigiendo
enfermedades neurodegenerativas, como el Alzheimer o el Parkinson,
supliendo daños en el encéfalo o en la médula espinal debidos a
algún tipo de accidente, o simplemente haciéndonos más
inteligentes. Quizás esta simbiosis se convierta algún día en algo
normal, mejorando nuestras capacidades como especie y aportando a los
cerebros artificiales la parte empática y humana que no sabemos si
podrían llegar a tener por sí mismos.
Puestos
a especular, algo que sería más complicado, tanto desde el punto de
vista técnico como filosófico o ético, sería la copia de la
estructura de cerebros biológicos, neurona a neurona, al interior de
una computadora que emulara el funcionamiento de dichos cerebros. Si
algo así llegara a ser posible algún día, ¿qué sucedería con la
conciencia en estos casos? ¿Se duplicaría? Podríamos vivir en
realidades virtuales donde cualquier cosa sería posible: volcar
nuestra mente a diferentes cuerpos, o hacer copias de seguridad de
nosotros mismos en lugares seguros. ¿Podría ser esto una forma de
inmortalidad?
También
podrían usarse las mentes virtualizadas para viajes interestelares: una mente podría quedar grabada en una computadora e iniciar su
emulación después de milenios de viaje a través del espacio. Sería
en cierto modo una forma de hibernación. Sospecho que de producirse
algún día un contacto con una civilización extraterrestre muy
avanzada pueda ser con entidades de este tipo.
Especulaciones aparte, la inteligencia artificial es algo
que transformará nuestro mundo de maneras que todavía no podemos ni
imaginar, algo para lo que la sociedad debe estar preparada y atenta
para que se haga un uso que, de ser el adecuado, traerá grandes
beneficios a nuestra civilización.
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